– ¿Hijo?
– Dime, mamá.
– ¿Me puedes hacer el favor de preparar el almuerzo de hoy?
– ¡Sí, claro! ¿Qué quieres comer?
– Tengo un antojo de arroz con coco.
– ¿Quééééé?
Para aquellos que fuimos criados bajo influencias de la cultura caribe colombiana, el arroz con coco es un plato típico tan respetado, pero a la vez tan común de ver en la mesa que, su preparación es toda una experiencia sensorial de la cual solo algunos salen bien librados.
No soy cocinero, y quizás por esa simple razón me asusté ante la solicitud del exquisito paladar de mi madre.
Recuerdo que deseaba pegarme al techo y acto seguido, salir corriendo de casa tan rápido como Usain Bolt.
Sé preparar arroz blanco, arroz de zanahoria, arroz de fideos, pero nunca había pasado por mi mente el querer aprender a cocinar un plato de semejante calibre. Así que, me acerqué al cuarto de mi madre, y con papel y lápiz en mano anoté cada detalle como buen aprendiz.
Enseguida, me puse muy tieso y muy majo como Rin Rin Renacuajo, y salí de casa rumbo a la plaza de mercado a conseguir el bendito coco. Una fruta deliciosa, pero el saber escogerla parece un don del cielo que a muy pocos les fue otorgado.
Luego de veinte minutos de recorrido a pie, por fin estaba frente a Don Eduardo, el señor que siempre me vende las mejores frutas de Floridablanca (Santander). Quise hacerme el “interesante” en la escogencia del coco, pero treinta segundos después, Don Eduardo se acerca a mí con mesura y me dice: – Chinito, el truco para hallar el coco perfecto para hacer un arroz es, agarrarlo con una mano, lo acerca al oído y, lo mueve de un lado a otro como si fuera una maraca. Si logra escuchar el sonido del agua, ese es el indicado.
Con mi primer chulo en la lista de pasos para llevar a cabo esta peculiar preparación, regresé a casa con una sonrisa de oreja a oreja sin saber lo que me esperaba.
Ya en la cocina saqué pecho, levanté el mentón, y con mucha seguridad puse el caldero encima del temido fogón (“temido” porque se decía que esa estufa tenía escape de gas).
Mientras tanto, en el patio me esperaba solitario y callado el peludo coco. Quizás, éste sabía que su final era a punta de machete. Sin embargo, decidí abrirlo dándole golpes contra el suelo hasta que un sonido muy grave me dio la señal que, ya era hora de recogerlo y con un cuchillo muy pequeño separarlo del cascarón.
Con la licuadora eléctrica lista y esperando con ansias a su presa, vertí en ella el coco y un vaso de agua. Durante un minuto exacto, dejé que se licuara hasta lograr una especie de crema que, colé hasta dejar un líquido blanco que es la esencia del coco hecha jugo.
Es precisamente ese jugo, el cual vertí en el caldero hasta lograr la medida ideal para que mis padres, mi hermana y yo tuviéramos porciones generosas del preciado arroz.
De repente, un grupo de burbujas se asomaron en la olla, y sabía que era el momento preciso para agregarle media cucharadita de azúcar y otra de sal. Revolví la mezcla como si se tratara de una pócima encantada, y finalicé echando una taza de arroz.
Busqué una silla y, esperé cerca de quince minutos hasta que el arroz comenzó a soplarse y el líquido en él disminuyó en gran medida. Así que, procedí a taparlo y bajarle la candela.
Tomé asiento de nuevo, pero la espera fue menos, ya que en cinco minutos el aroma del arroz apareció en escena, y era tan dulce que me hizo levantar y, como caballo desbocado brincar sobre la olla.
Por primera vez me sentí poderoso, pues había conquistado una receta ancestral que ahora sólo mi madre y yo preparamos, pero con la diferencia que a mí me queda más rico; bueno, eso fue lo que escuché entre susurros emitidos por mi hermana y mis padres cuando, ubicados en la mesa, probaron como caníbales el famoso “arroz con coco”.
Fotografías de @carlotorres_
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